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Barea Ogazón, Arturo

Cadáveres de soldados españoles en Annual
Cadáveres de soldados españoles en Annual
Primera edición en castellano de La forja de un rebelde
Primera edición en castellano de La forja de un rebelde
Patente nº 103279
Patente nº 103279
Patente nº 111519
Patente nº 111519
Patente nº 121494 (a favor del Duque de Hornachuelos)
Patente nº 121494 (a favor del Duque de Hornachuelos)
Arturo Barea en la BBC
Arturo Barea en la BBC

Barea Ogazón, Arturo (1897-1957). Agente de la propiedad industrial, escritor y periodista español. Nacido en Badajoz, con dos meses de edad quedó huérfano de padre, por lo que la madre tuvo que emigrar a Madrid junto a sus cuatro hijos y emplearse allí de lavandera. En la capital, Arturo fue criado por unos tíos suyos de clase acomodada que le proporcionaron educación en las Escuelas Pías de San Fernando (en el barrio de Lavapiés). Sin embargo, en 1910, tras morir su tío, Barea dejó los estudios para colocarse de aprendiz en una tienda de bisutería. Entre 1911 y 1914, trabajó en el banco Crédit Lyonnais, primero de mensajero y luego de oficinista. En 1913, se afilió al sindicato socialista UGT. Tras dejar el banco, estuvo brevemente en la agencia El Fomento Industrial y Mercantil, especializada en propiedad industrial y creada en 1891 por Agustín Ungría Castro (1847-1930). En 1915, Barea se hizo agente comercial en España y Francia para una compañía alemana de diamantes. Al año siguiente, montó su propia fábrica de juguetes, pero el proyecto no prosperó a causa del desfalco de un familiar. En 1917, se trasladó a Guadalajara como secretario del director administrativo de La Hispano (empresa fabricante de camiones, coches y cañones).

En 1920, Barea fue llamado a filas y destinado a Marruecos con el grado de sargento. En la zona de Tetuán, participó en la construcción de una carretera, en el diseño de cartas topográficas y en la toma de la ciudad de Xauen a los rebeldes rifeños. Un año después, su unidad fue trasladada a Melilla, donde tuvo que encargarse del entierro e incineración de los miles de soldados españoles caídos en la derrota de Annual, experiencia que marcó a Barea de por vida. De regreso a Ceuta, estuvo hospitalizado a consecuencia de contraer el tifus, enfermedad que le dejó muy debilitado el corazón. Condecorado dos veces, a principios de 1923 dejaba la milicia y regresó a Madrid.

En 1924, volvió a trabajar en la agencia de Ungría, esta vez durante un período mucho más largo (hasta 1936). Allí hizo de traductor, representante y director técnico. Por su dominio del idioma alemán, gestionó patentes de los ingenieros aeronáuticos Hugo Junkers (1859-1935) y Ernst Heinkel (1888-1958), así como de grandes empresas (I. G. Farben, Schering-Kahlbaum, Rheinische Stahlwerke) interesadas en los yacimientos españoles de bauxita y dolomía (materias primas para producir respectivamente aluminio y magnesia). Además, aprovechando su condición de agente de la propiedad industrial, Barea registró tres inventos propios, que quedaron sin curso administrativo por impago de la primera anualidad. Excepto el primero, que lo registró él mismo, Barea curiosamente acudió para la gestión de los otros dos inventos a sendos agentes de la competencia (Leocadio López y Guillermo Roeb).

La primera patente (nº 103709), solicitada en 1927, consistía en un nuevo envase para la pasta de dientes donde depositar y ocultar a la vista el habitual tubo de estaño, cuyo aspecto medio aplastado después de varios usos desentonaba con los envases caros y artísticos de jabones, lociones, cremas o colonias presentes en los tocadores lujosos. Así, el nuevo recipiente tenía la forma de un Buda sentado felizmente, dentro del cual se insertaba perpendicularmente y boca arriba el tubo de pasta dentífrica de manera que gracias a un mecanismo (formado por botón giratorio, ruedas dentadas, vástagos, tuerca y rodillos) se producía a través de la cabeza del Buda el vaciamiento progresivo y voluntario del tubo sin tener que mostrar sus poco estéticos arrugamientos.

La segunda patente (nº 111519), de 1929, perfeccionaba distintos aspectos de las máquinas vaporizadoras con las que preparar infusiones como té o café en los negocios de hostelería. Las mejoras se traducían en un mayor rendimiento del aprovechamiento calórico, una perfecta manejabilidad a la hora de limpiar los aparatos y la ausencia de derrames por sobrepresión.

La tercera patente (nº 140385), presentada en 1935, correspondía a una serie de mejoras en el método de fabricar productos huecos hechos en celulosa, recogido en la patente española nº 67493 concedida en 1921 a Walter Henry Drake, residente en Cleveland (EEUU). El procedimiento de Drake consistía en triturar y empapar de agua la pasta de celulosa (de modo parecido a la fabricación de pasta de papel) hasta conseguir una solución casi líquida llamada “solución de pulpa” capaz de ser conducida a través de tuberías a las máquinas de moldear, en cuyas matrices se introducía cierta cantidad de solución y seguidamente se inyectaba aire a altas presiones para que la pulpa se esparciese y adhiriese a las paredes del molde. Las paredes de los moldes estaban constituidas por rejillas que dejaban pasar a través de ellas el agua de la solución, pero no la pulpa. Ésta terminaba secándose y endureciéndose por acción de la presión y del calor del aire inyectado, produciéndose así el objeto hueco con la forma del molde en cuestión. El método de Drake, rápido y económico, permitía fabricar infinidad de objetos de aplicación industrial, especialmente juguetes y envases. Sin embargo, adolecía de dos inconvenientes que la patente de Barea aseguraba solventar. El primero de ellos era un acabado irregular de la superficie de los productos, salpicado de pintas y poco atractivo, lo que requería un posterior tratamiento con pintura para dar un efecto igualador. La otra desventaja era la fragilidad de los objetos producidos, debido a la gran cantidad de agua empleada y a la rejilla de los moldes. Barea consideraba que ambos problemas se resolvían mediante un segundo moldeado en matrices de acero totalmente lisas.

En 1931, con el advenimiento de la IIª República, Barea intensificó su militancia en la UGT. Al iniciarse la Guerra Civil, abandonó la agencia y se incorporó a la Oficina de Censura de Prensa Extranjera organizada por el gobierno republicano en el edificio de la Telefónica de la Gran Vía madrileña. Al trasladarse el ejecutivo a Valencia en noviembre de 1936, Barea permaneció en Madrid como censor jefe, lo que le permitió trabar amistad con los escritores norteamericanos John Dos Passos (1896-1970) y Ernest Hemingway (1899-1961), destinados en España como corresponsales de guerra. A partir de mayo del año siguiente, comenzó sus alocuciones radiofónicas nocturnas de carácter propagandístico y literario bajo el seudónimo “La voz incógnita de Madrid”. En setiembre de 1937, Barea dimitió del cargo de jefe de censura debido a sus desavenencias con los comunistas y al estrés nervioso provocado por los bombardeos franquistas sobre la capital asediada. Dos meses después, abandonaba Madrid para dirigirse a Alicante y después a Barcelona, ya con la intención de exiliarse.

En febrero de 1938, Barea se casó con la austriaca Ilse Kulcsar (1902-1973), periodista políglota y marxista militante que había sido su colaboradora en Madrid. Ella fue quien le animó a escribir y publicar su primer libro, Valor y miedo, una colección de veinte relatos cortos que reflejaban el impacto de la guerra en una serie de anécdotas costumbristas con el frente madrileño como principal escenario. Nada más casada, la pareja dejaba España y se instalaba en París, donde pudieron subsistir a la penuria económica como traductores y profesores.

En 1939, el matrimonio fijó su residencia en Puckeridge, un pequeño pueblo al norte de Londres. En 1940, Barea fue contratado como locutor por la BBC para contrarrestar la propaganda nazi en Sudamérica a través de la emisión de unos monólogos de unos quince minutos de duración en los que narraba, bajo el seudónimo “Juan de Castilla”, su visión amable y desenfadada del estilo de vida inglés. El éxito de aquellos programas fue tan grande entre el público sudamericano (especialmente el argentino) que continuaron después de terminar la IIª Guerra Mundial, hasta el punto que la BBC tuvo que organizarle en 1956 una gira por Argentina, Chile y Uruguay. En total, entre 1940 y 1957, Barea realizó más de 800 alocuciones que podían escucharse clandestinamente en España, donde el régimen franquista le apodó “Arturo Beria” (en referencia al temible jefe de la policía política de Stalin).

La residencia en la campiña inglesa trajo a Barea el necesario equilibrio psicológico para desarrollar plenamente su faceta de escritor. Entre 1941 y 1946, la editorial londinense Faber & Faber publicó su principal obra, la trilogía autobiográfica The Forging of a Rebel. Iniciada durante su etapa parisina, La forja de un rebelde apareció editada originariamente en inglés (traducida por  su mujer) y puede considerarse una obra maestra tanto de la literatura española como de la universal. El primer volumen, Forja, trata sobre la infancia y juventud de Barea. El segundo, La ruta (1943), abarca su estancia en Marruecos y sus primeros pasos en la agencia de Ungría. El tercero, La llama, se ocupa del período comprendido entre 1935 y 1938.

La obra es un retrato excepcional de la historia española a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XX y donde Barea denuncia en un gran friso colectivo la impotencia de los humildes ante los abusos de los poderosos, los horrores de las guerras, la corrupción del Estado, las luchas intestinas en el bando republicano o las contradicciones de una nación capaz de lo mejor y de lo peor. Además, Barea ofrece una sagaz radiografía de la vida económica española y, más concretamente, del estado de la tecnología y del mundo de las patentes y las marcas. Se narran los claroscuros de los profesionales, trabajadores y usuarios relacionados con la propiedad industrial: la escasez de medios y de sueldos, la poca formación técnica, la polvorienta burocracia, los intereses creados, la competencia desleal, las corruptelas, la prepotencia de las grandes compañías, los gestos de nobleza, las ideas brillantes o utópicas. En una suerte de metáfora del atraso tecnológico español, el Registro de la Propiedad Industrial (RPI) se muestra semienterrado en los sótanos de un desmedido y grandilocuente Palacio de Fomento (el actual Ministerio de Agricultura sito en la madrileña glorieta de Atocha).

Aparecen asimismo pioneros de la aviación española, como Juan de la Cierva Codorníu (1895-1936) o Eduardo Barrón Ramos de Sotomayor (1888-1949), junto a otros inventores que han pasado por la historia sin apenas dejar rastro. De estos últimos, Barea comenta el caso (hasta cierto punto cómico) de José Ramón Hoces Dorticós-Martín (1894-1936), duque de Hornachuelos. Dilapidador de la fortuna familiar y compañero de juergas del rey Alfonso XIII, el aristócrata pretendía patentar el simple hecho de imprimir publicidad en las cajetillas de tabaco con la idea de tener el monopolio sobre cualquier envoltura de cigarrillos y cerillas. A pesar de que Barea le indicó que tal proyecto no revestía ninguna novedad y, por tanto, no era susceptible de patentarse, Hoces insistió en que la idea se registrara, por lo que la patente (nº 121494 de enero de 1931) fue solicitada a través de otra agencia ante el RPI, que a su vez denegó la petición. Sin embargo, la patente acabo siendo concedida después de que el director del RPI recibiera presiones desde las más altas esferas del poder político.

Otro caso muy llamativo es el de Teófilo Gaspar Arnal, catedrático de química en la Universidad Central de Madrid e inventor de un método para disolver las sales alcalino-terráceas, hasta entonces insolubles, lo que significaba una auténtica revolución para la fabricación de azúcar, de manera que podía obtenerse entre un 85 y un 92 por ciento del azúcar contenido en las melazas (frente al 14-17 % de los procedimientos usuales), implicando por tanto un producto cinco veces más barato en un país como España donde el azúcar era un bien de lujo. Además de registrar su método en Gran Bretaña y Alemania, Gaspar obtuvo dos patentes españolas (nº 98580 de 1926 y nº 101906 de 1927) gracias a la mediación de la agencia de Barea y, asimismo, firmó un contrato con una compañía azucarera española. No obstante, una empresa española (pero de capital alemán), con monopolio sobre la producción de alcoholes industriales y cliente habitual de la agencia, se abastecía de las melazas extraídas por la azucarera y el descubrimiento de Gaspar iba a suponer que la materia prima tuviese un menor contenido en azúcar y, en consecuencia, se encareciese. Por ello, la alcoholera presionó al propio Barea para que iniciara un proceso de nulidad de las patentes de Gaspar. Aunque la agencia tomó partido por el profesor y éste ganó el litigio, Gaspar quedó arruinado al gastar 200.000 pesetas y, por si fuera poco, la azucarera se desentendió de él y su invento terminó devaluado económicamente en un mercado sobresaturado de producción.

La forja de un rebelde tuvo un éxito inmediato entre lectores y críticos anglosajones, llegando a vender 10000 ejemplares en los primeros cuatro meses. La versión castellana de la novela no llegó hasta 1951 a cargo de la editorial Losada de Buenos Aires e igualmente el éxito fue apabullante, aunque habría que esperar a 1977, con la restauración democrática, para verse publicada en España (por Turner). En 1954, Barea ya era el quinto autor español más traducido (a diez idiomas y solamente por detrás de Cervantes, Ortega, Lorca y Blasco Ibáñez).

Durante su exilio británico, Barea pudo disfrutar del apoyo y reconocimiento de numerosos escritores ingleses (Orwell, T. S. Elliot, Brenan, Connoly) y también de autores compatriotas suyos exiliados (Madariaga, Cernuda, Sender). En 1947, Barea se trasladó a Eaton Hastings (Oxfordshire), acogido en la finca del aristócrata y político laborista Gavin Henderson (1902-1977), defensor de la causa republicana española. En 1948, obtuvo la ciudadanía británica. En 1952, viajó a los Estados Unidos y allí permaneció un semestre como profesor de literatura española contemporánea en la Universidad del Estado de Pennsylvania.

Barea escribió otra novela, La raíz rota (1951), donde especulaba con el retorno a Madrid en el año 1949 de Antolín Moreno, un exiliado español procedente de Inglaterra y trasunto literario suyo. Asimismo publicada primero en inglés (The Broken Root) y luego en castellano (por Losada en 1955), no se editaría en España hasta 2009. En esta novela, se ofrece un retrato implacable del Madrid de la dictadura franquista en el que la corrupción moral afectaba tanto a los vencedores como a los vencidos. Barea también escribió un par de ensayos de crítica literaria, sobre García Lorca (1944) y Unamuno (1952), así como artículos para las prensas inglesa y argentina. Falleció en Faringdon (Oxfordshire) a la edad de 60 años a causa de un ataque al corazón.

Autor y editor: Luis Fernando Blázquez Morales

BIBLIOGRAFÍA

IMÁGENES:
OEPM: firma (patente nº 140385), patentes nº 103729, nº 111519 y nº 121494
http://www.compartelibros.com/src/autores/arturo-barea-574.jpg (retrato)
http://farm7.static.flickr.com/6235/6280143644_c4bc9c8e8a_b.jpg (portada)
http://www.elpais.com.uy/files/article_gallery/uploads/2015/04/22/55381399d0b2d.jpg (Barea en la BBC)
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/6/67/Guerra_del_Rif_1922_-_3.jpg (Annual)
BIBLIOGRAFÍA:
BAREA OGAZÓN, Arturo:
- La forja de un rebelde; Debolsillo, Madrid, 2014
- La raíz rota; Salto de Página, Madrid, 2009
CHISLETT, William: Recuperando a Arturo Barea; El País, 22-12-2012; en: http://elpais.com/elpais/2012/11/19/opinion/1353318658_408356.html