Nuevos carruajes denominados el uno triciclo y el otro coche de cuatro ruedas iguales.
En 1830, la Compañía de Reales Diligencias, establecida en Madrid, obtuvo un privilegio de invención por cinco años para introducir en España y construir en sus talleres un par de carruajes inventados en Francia. La principal novedad de estos dos coches se encontraba en el número y tamaño de sus ruedas, uno con tres (algo bastante inusual) y el otro con cuatro pero todas iguales (cuando lo corriente era que las traseras fuesen más grandes). Asimismo, los coches estaban caracterizados por su ligereza a fin de que pudieran llevar más carga con un menor número de caballos de tiro.
La diligencia era un carruaje de cuatro ruedas tirado por caballerías que hacía un servicio regular entre dos poblaciones con un itinerario fijo, transportando personas o correo. Constituyó el medio más empleado para el transporte terrestre de viajeros y correspondencia, entrando en declive al expandirse el ferrocarril durante la segunda mitad del siglo XIX. La primera línea de diligencias fue creada en 1610 en Escocia, entre Edimburgo y Leith, mientras que el primer servicio postal tuvo lugar entre Bristol y Londres en 1784, ideado por el empresario teatral inglés John Palmer (1742-1818).
En España, las dificultades orográficas y el mal estado de los caminos retrasaron mucho la aparición de servicios regulares de diligencias. En 1771, el catalán Buenaventura Roca obtuvo un privilegio por 25 años para crear una línea de pasajeros y envíos postales entre Barcelona, Madrid y Cádiz, pero el proyecto no llegó a fraguarse. Los primeros servicios regulares fueron entre Madrid y Bayona (Francia) a través de Burgos y Valladolid (1788) y entre Barcelona y Reus (1815). En 1818, se constituyó la empresa Diligencia-Correo para establecer el servicio Barcelona-Valencia, al que siguieron en años posteriores los de Barcelona-Madrid (1819), Madrid-Bayona por Somosierra (1821), Madrid-Sevilla y Madrid-Aranjuez (1822), Reales Sitios de La Granja, El Escorial y El Pardo (1824), Barcelona-Perpiñán (Francia) y Valencia-Játiva (ambos también en 1824).
En 1825, Diligencia-Correo se escindió en dos compañías, una radicada en Barcelona y denominada Sociedad de Diligencias y Mensagerías de Cataluña (con extensión a Valencia y Aragón), mientras que la otra fue precisamente la Compañía de Reales Diligencias (para el resto del país). Esta última estableció en 1828 una línea entre Madrid y Valladolid, prolongada después a Burgos (1829) y a Santander (1832), así como varias desde la capital a Guadalajara, Toledo (por Aranjuez), Badajoz, Zaragoza y más adelante los trayectos Vitoria-Pamplona y Madrid-La Coruña (1832) o Madrid-Granada (1835). En 1836, la empresa madrileña se transformó en la Compañía de Diligencias Generales de España.
En el expediente de este privilegio de invención, se encuentra anotado que la Compañía de Reales Diligencias, después de serle concedida la patente, solicitó a la administración que se le cancelase la fianza que entregó en la aduana de Vitoria al introducir los nuevos carruajes desde Francia. Sin embargo, el funcionario del Real Conservatorio de Artes consideró “impertinente o capcioso” y “poco racional” el argumento de la empresa, ya que el artículo tercero de la Ley de Privilegios de 1826 y una posterior Real Orden (14 de junio de 1829) incidían meridianamente en que la exención de aranceles para la introducción de nueva tecnología desde el extranjero solo era aplicable si no se trataba de importar inventos ya hechos. De ahí que el funcionario considerase que la empresa debía pagar el impuesto, pues “es lo que pide el asunto según la ley y el buen orden”, y sugería que, además, pidiera “gracia en atención al uso que se proponga hacer de los dos carruages”, aconsejándola acogerse a la disposición de la Dirección General de Rentas (Real Orden del 1 de abril de 1830) por la cual se permitía a la compañía pagar a 20 meses y solo una tercera parte del arancel. De esta manera, consideraba el funcionario, “no quedará desatendido el ramo de comunicación de coches del país y queda sobradamente favorecida la empresa”. Aún con todo, el servidor público mantuvo su indignación contra ella, a la que acusó de haber traído los coches con el único ánimo de especular con ellos y de que su petición de no pagar aranceles estaba dictada por “una codicia poco decente”.
Por último, el riguroso burócrata elaboró una interesante y personal reflexión sobre las consecuencias que tendrían lugar en caso de cederse a las pretensiones de la compañía, pues entonces los dos carruajes podrían ser inmerecidamente denominados como “modelos”, con lo que “se abriría una ancha puerta a la codicia y a la injusticia”. Si bien en el lenguaje cotidiano “puede disimularse” el llamar “modelo” a un original, sin embargo “cuando se trata de que se abuse de esta acepción para causar algún perjuicio” entonces se hace necesario distinguir entre ambos. El original sirve para fabricar otro objeto igual, es decir, una copia. La utilidad del modelo es otra: hacer un objeto semejante, más grande o más pequeño. Así, los carruajes serían modelos en un sentido vulgar e impropio, ya que la empresa no pretendía dentro de sus talleres construirlos de diferentes tamaños, sino hacer copias exactas. Como corolario y lleno de una suficiencia no exenta de cierta retranca, el funcionario daba el sentido de tal distinción, que “podrá no parecer rigurosa a algunos, que son poco delicados en materia de propiedad de lengua, pero prescindiendo de que sin esta propiedad no se puede discurrir bien ni escribir o hablar con claridad, la experiencia enseña que es útil hacerla, a lo menos por ahora para la Real Hacienda”.
Autor y editor: Luis Fernando Blázquez Morales