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Patente nº 40844

Alfabeto electro billar de José Ugarte (patente nº 40844)
Alfabeto electro billar de José Ugarte (patente nº 40844)
Mesa de chapó
Mesa de chapó
Rótulo nº 2293 (José Ugarte Manresa y el Madame-Petit)
Rótulo nº 2293 (José Ugarte Manresa y el Madame-Petit)
Nobles ingleses jugando al billar (1710)
Nobles ingleses jugando al billar (1710)
Estudiantes alemanes de Tübingen jugando al billar a principios del siglo XIX
Estudiantes alemanes de Tübingen jugando al billar a principios del siglo XIX
Cartel publicitario de un fabricante estadounidense de billares (principios de la década de 1880)
Cartel publicitario de un fabricante estadounidense de billares (principios de la década de 1880)
Arriba: mesa de billar de Francisco Amoros. Abajo: plano de una mesa de F. Amoros que vendía en 1866 por 5000 reales
Arriba: mesa de billar de Francisco Amoros. Abajo: plano de una mesa de F. Amoros que vendía en 1866 por 5000 reales
Taquero (izq.) y ábaco construidos por Francisco Amorós
Taquero (izq.) y ábaco construidos por Francisco Amorós
Publicidad de Viuda e hijas de Alejo Amorós (principios del siglo XX)
Publicidad de Viuda e hijas de Alejo Amorós (principios del siglo XX)
Publicidad de Mariano Trallero Laborda, fabricante de billares de Zaragoza, cuya patente nº 160080 fue concedida en 1944
Publicidad de Mariano Trallero Laborda, fabricante de billares de Zaragoza, cuya patente nº 160080 fue concedida en 1944

Patente nº 40844

Un aparato para el juego del billar denominado “Alfabeto electro billar”.

Érase una vez un vecino de Logroño que se llamaba José Ugarte. Era mayor de edad y estaba casado, pero desde hacía tiempo (a principios del siglo XX) venía observando las dificultades, más bien perplejidades, que las diferentes maneras de jugar al billar causaban en toda clase de públicos, los poco expertos o poco acostumbrados, pero también los muy sabidos.

Por entonces existían una manera francesa, otra americana y una más inglesa, además de una cuarta que tenía el extraño nombre de “snooker” y solo unos oficiales británicos destinados en la India podían haberla inventado. Estas eran las modalidades con más pedigrí y predicamento, pero podía decirse que cada país, cada región, cada comarca, cada ciudad o cada pueblo, cada barrio o cada pedanía disfrutaban de su variante de billar propia e incompatible con la del vecino. De ahí la confusión que Ugarte había constatado: el billar era como una Babel.

Otra cosa que llamaba la atención del señor Ugarte eran las cuestiones (por decirlo de una manera suave) que se suscitaban cuando las jugadas no aparecían consignadas con la claridad debida en ábacos, marcadores o pizarras, motivo suficiente para que surgieran dudas (con frecuencia enconadas) sobre quién fue el agraciado en la suerte de tal o cual lance, más aun si había apuestas de por medio, provocando de este modo disputas entre el respetable dignas de hacerle perder semejante calificativo.

Pero ninguna de aquellas modalidades era comparable, ni en su diversión ni en sus controversias, a la que se jugaba por aquel entonces en Logroño: el chapó. Esta forma de billar antediluviano, practicado solo en España y muy popular en aquella época, era casi un atavismo de aquel tiempo lejano, cuando el antecesor del juego del billar se realizaba a cielo abierto sobre hierba (de ahí quizá la presencia de la superficie verde del tablero) y tenía bastante en común con lo que hoy conocemos como golf, críquet o también el derribo de bolos, solo que palitroque en ristre, tal y como lo atestiguaba el chapó.

Básicamente, el chapó consistía en una especie de billar-bolera que se jugaba en una mesa más grande que las habituales. Se trataba de derribar unos bolos de pequeño tamaño, llamados también palos o bolillos, situados en el centro de la mesa, puntuándose según qué tipo de palo era abatido (laterales o centrales) y según en qué tronera se metiesen las bolas. La acción más valiosa era la que conseguía hacer caer los cinco bolillos en la misma jugada, lo que se denominaba “chapó”. El número de bolas y bolillos debía ser tres y cinco respectivamente, al menos eso decían los de Madrid, empeñados siempre en tener la razón y hacer pasar sus costumbres como si fueran el orden mismo de las cosas.

Sin embargo, allí, en Logroño, jugaban con una sola bola de billar, de las blancas de toda la vida, pero con 16 bolillos, lo que convertía al chapó riojano en infinitamente más complejo y el único de su especie, solo apto para jugadores de delicada tacada y con los nervios a prueba de bomba, vamos, que un auténtico encaje de bolillos, valga la fácil expresión.

El chapó que se jugaba en Logroño era asimismo muy afrancesado, porque la mesa carecía de troneras. Un erudito local amigo de Ugarte sostenía que el chapó había sido inventado allí, en la capital riojana, cuando estuvo ocupada por los soldados de Napoléon, que se trajeron consigo mesas de billar casi como los gitanos llevan la quincalla en sus carromatos. Como no hay guerra en la que los enemigos acaben por confraternizar, algún anónimo logroñés de ideas ilustradas, al que no se le daba bien el billar de las carambolas, pero sí el juego de los bolos, quiso estar a bien con las tradiciones patrias al mismo tiempo que con las costumbres de sus amigos invasores, y puso en el centro de la mesa de billar de un oficial francés muy simpático unas figuritas de ajedrez que tenía acumulando polvo y no le servían para nada. Cuando el francés vio que su amigo español se lo pasaba requetebién con su invento y no paraba de abatir las figuritas de ajedrez, no pudo sino exclamar: “¡chapeau!”, palabra que dio por buena el español, aunque no sin cierto disgusto, porque creía que ese juego, que él consideraba de su propio ingenio, ya era denominado así en Francia, y es que los franceses parecían que lo había inventado todo, tanto o más que los ingleses.

Por lo demás, tanto en Madrid como en Logroño, o en otros lugares como Oviedo o Barcelona donde el chapó se jugaba, el ganador o los ganadores, pues podía jugarse en equipo, eran siempre el mismo: quien primero hiciera 30 puntos o derribara todos los bolillos en una sola jugada. 

Así que un buen día el señor Ugarte decidió poner fin a todas aquellos desconciertos y sinsabores que el divertido e inocente juego del chapó, sin proponérselo, estaba provocando entre sus convecinos y que él mismo comprobaba de primera mano cada vez que acudía a cualquier café de su ciudad, al casino o a la casa de alguno de sus amigos pudientes para contemplar alguna partida o participar en ella, aunque según le llegaban noticias de otros lugares del país, apenas del extranjero, pero siempre de fuentes muy fiables, tales extrañezas y amarguras no parecían exclusivas de su tierra y, en algún caso aislado, tampoco de su patria.

Con la mejor de sus intenciones, Ugarte se puso manos a la obra, pero no para ninguna fruslería, como escribir un libro que divulgase con claridad meridiana las diferentes reglas de las diferentes maneras de jugar el chapó. No, nada de eso. Ugarte decidió empezar desde cero y reformar todos los procedimientos existentes habidos y por haber en el maravilloso, pero cada vez más tumultuario, mundo del chapó. Y lo que iba a reformar de arriba abajo dicho juego, restituyéndole su otrora apacible legalidad y aquella hermosa precisión sin la cual se convertía en poco menos que una timba tabernaria, no era otra cosa que un invento suyo: el “Alfabeto electro billar”.

Ugarte reconocía que este su aparato era en parte ya conocido, porque se trataba de un billar, aunque fuese un billar chapó, pero tenía un lado desconocido, al menos en su país, y aquello que no se conocía ni en España ni, probablemente, en el extranjero no era más que su invención, concebida sobre todo para ser aplicada al chapó, pero no le cabía la menor duda que también a otros billares de mayor difusión y solera, y quién sabe si a cualquier otro juego o deporte cuyas reglas fuesen tan particulares y dispares como son las recetas de, por ejemplo, hacer una paella o un gazpacho, motivos de desencuentros y disparates a priori completamente innecesarios.

Pero él, José Ugarte, que estaba muy bien informado y al tanto de las novedades sobre el juego del billar en casi todas sus modalidades, aunque pudiera decirse que no era un hombre de mundo en el estricto sentido de la expresión, estaba en condiciones de afirmar que su invento, cuyo eureka nunca nos llegó a desvelar, era digno de ser patentado, para que la información que él depositaría a buen recaudo en el organismo competente estuviera al alcance de la Humanidad toda, en especial al alcance de los aficionados y empresarios del chapó, con la esperanza de que la claridad de pensamiento y los buenos modales retornaran al mundillo aquél que empezaba a ser algo turbulento, pero también con la esperanza, no menos lícita, de adquirir una merecida fama de bienhechor de la civilización, aunque se tratara de esa civilización del chapó que estaba en trance de desaparecer como civilización, atreviéndose incluso a soñar que ese billar de sus entretelas, de raigambre hispánica, se imponía universalmente al billar de los franceses, tan geométrico y ceremonioso, al de los ingleses, sofisticadísimo y de argot incomprensible, al de los yanquis, que se habían quedado con Cuba y, cómo no, al “snooker” o como quiera que se pronunciara ese forma de billar que solo podía haber sido inventada por oficiales británicos destinados en la India, y así, de paso, soñaba también con recibir de sus paisanos unos cuantos honores y unos pocos miles de duros con los que dar mejor vida a sus parientes más próximos, sus amigos más fieles y alguno de sus más insistentes acreedores. 

En esencia, el “Alfabeto electro billar” era de forma esférica. ¿Qué significaba esto? No, desde luego, que se tratara de una mesa de billar esférica. A tanto dislate no llegaba el afán reformista de Ugarte, porque el billar, si acaso el lector aún no lo sabe, solo se puede jugar en una mesa de tablero plano, tan plano como creían los hombres que era la Tierra antes de que Copérnico dijera lo contrario, pero es que, además, las mesas esféricas solo son productos de la imaginación, que no se pueden realizar ni siquiera imaginarlas.

La clave de la revolución del billar chapó emprendida por Ugarte estaba fuera del mismo billar chapó, en una especie de gran disco, que solo él consideraba esférico y que tenía colocadas 96 bombillas eléctricas, ni una más y ni una menos, eso sí, cada una con su cajetín. Este gran disco que parecía una ruleta de casino o una diana de dardos iba colgado en lo alto de la pared de la sala de billar, como el ojo de un Polifemo escrutador e inapelable, y llevaba una cubierta con 16 letras del alfabeto, ni una más ni una menos, cuyas combinaciones formaban 24 series de 4 letras cada una. Ninguna serie era igual a otra y todas estaban pintadas sobre cristales opacos.

Debajo del gran disco se encontraba el indicador de series o marcador de premios propiamente dicho, de forma rectangular, aunque de tamaño variable, según fuesen las necesidades de la sala.  El indicador constaba de 24 departamentos, se supone que correspondientes a las 24 series alfabéticas antes mencionadas, pero en esta ocasión cada uno llevaba su correspondiente número y tal número contenía a su vez cuatro bombillas.

El aparato, desde el punto de vista técnico, se completaba mediante un dispositivo de forma cuadrada y con 20 interruptores, 16 de los cuales estaban en conexión directa con las otras tantas letras de la cubierta del gran disco, mientras que los otros cuatro interruptores lo estaban con las cuatro bombillas del indicador de series.

¿Pero cómo se jugaba a tan extraño billar-chapó electro-alfabético-numérico? Sostiene Ugarte que el dueño del aparato (entiéndase: el dueño del local donde estuviere el aparato) debía, en primer lugar, vender a los jugadores tantos boletos o talones como combinaciones de letras hubiera. Los billaristas, por su parte, podían acordar entre ellos qué tipo de ganancia se llevaría el ganador. Los boletos que no se colocaban se los quedaba el propietario del establecimiento o, en su ausencia, una persona delegada por él y digna de su confianza. 

A continuación, un empleado introducía los 16 bolillos del chapó en un bombillo de los utilizados en la treinta y una, otra modalidad vernácula que parecía una adaptación de los juegos de naipes de la siete y media o del veintiuno al juego del billar. Cada uno de los bolillos llevaba en su base una letra diferente que, como es fácilmente deducible, debía coincidir con alguna de las 16 letras que tenía la cubierta del gran disco que, impertérrito, presidía toda la sala, casi como el reloj del consistorio presidía la vida y las rutinas de los ciudadanos.

Una vez agitados y revueltos en el bombillo, que no era sino un simple cesto de esparto con forma de garrafa, los bolillos eran extraídos uno a uno por el diligente empleado, colocándolos en el centro de la mesa de billar en los puntos indicados al efecto, con sumo cuidado de que ni él ni los concurrentes, jugadores incluidos, vieran qué letras correspondían a qué bolillos, pues de lo contrario ya no sería un empleado diligente y podría, como se dice en castizo, caerle la del pulpo.

Una vez dispuesto todo el cotarro, el juego podía iniciarse. Desde el sitio de salida habitualmente marcado, se tiraba con el taco la bola en la forma ordinaria, mas con cierto temple y una mínima destreza era lo recomendado, si se quería tener alguna oportunidad de victoria o no sufrir la chufla inmisericorde de los parroquianos. Había que derribar cuantos más bolillos mejor, pero siempre que previamente la bola hubiese hecho tres bandas. El mancebo a sueldo del dueño del local recogía los bolillos abatidos y publicaba en voz alta las letras que cada uno tuviera en su base, de manera que otro encargado fuera abriendo, por el mismo orden que se decían las letras, los interruptores eléctricos correspondientes a las mismas, iluminándose tales signos en el marcador y en el gran disco.

Si la combinación resultado del lance no coincidía con ninguna de las que estaban en los boletos en propiedad de los jugadores, entonces se volvía a tirar hasta que las letras de los bolos caídos fueran las mismas que las de la serie impresa en algún ticket, en cuyo caso su poseedor se apuntaba 22 tantos. Si las letras de los bolos coincidían en varias series distintas en boletos de diferentes concursantes, entonces los puntos se dividían entre el número de agraciados. 

Una vez conocidas las series premiadas, el empleado de mesa las decía en voz alta por orden correlativo y una por una, mientras que el encargado de la caja de interruptores iba señalándolas en el marcador, al mismo tiempo que apagaba las luces del gran disco y dejaba iluminadas las series anteriormente premiadas hasta que los boletos agraciados fuesen recogidos para proceder a una nueva jugada.

Ugarte estaba muy orgulloso de su invento, porque suponía la primera modernización conocida del chapó, o al menos del chapó riojano, gracias a introducir en él la electricidad. Otra cosa de la que se enorgullecía era de su indicador de series premiadas que permitía una perfecta y segura información a jugadores y público, de modo que no habría razón para disputas ni tejemanejes. Además, estaba convencido que, con pocas modificaciones y adaptaciones que se le hicieran a su invento, podía servir a cualquier otro sistema de billar, que para la treinta y una ya servía, u otros juegos como bolos o naipes. 

Algunos amigos le objetaron que el aparato desvirtuaba el chapó, otros que aquello no era ni chapó ni nada que se le pareciera, otros que lo simplificaba en demasía o le quitaba la emoción de las controversias, que podían durar hasta varios días y eran alimento que sazonaba los mentideros en una ciudad de provincias como Logroño, tan tranquila ella, tan demasiado tranquila, un poco como el ojo de halcón, implacable e infalible, cerrará tantas bocas, bramantes y pendencieras, cuando sea incorporado a los campos de balompiés.

Sin embargo, a los funcionarios y evaluadores del Registro de la Propiedad Industrial del año de 1907 este “Alfabeto electro billar” inventado por José Ugarte no debió de parecerles digno de ser patentado, porque la solicitud quedó sin curso al no haber sido subsanados ciertos defectos que, en cualquier caso, la propia documentación administrativa del expediente no revela de cuáles se trataban. Quizá fuera la ausencia de planos del invento, lo que podía haber tenido arreglo si Ugarte hubiera optado por los servicios de algún agente que le aconsejara la conveniencia de explicar con imágenes y esquemas los entresijos del aparato. Quizá la ausencia de novedad, lo que nos lleva a imaginarnos el chasco en la cara de Ugarte o su indignación ante la cortedad de los conocimientos que, ante sus ojos, aparentaba tener el burócrata de turno sobre el billar en general y sobre el chapó en particular. O quizá tal burócrata era jugador de chapó, pero de los que no concebía otro chapó que el practicado como se practicaba en Madrid.

Además del escrito elevando la solicitud al titular del Ministerio de Fomento y de la memoria describiendo la invención, Ugarte solo incluyó una fotografía que mostraba el aparato instalado en una sala de billar imposible de ser identificada y ubicada, aunque bien pudiera ser el café o casino al que Ugarte asistiera para jugar sus partidas de chapó y donde tomó el pulso a los peligros que se cernían sobre el juego. En esta fotografía aparecen dos personas sentadas al lado de la mesa de billar, una en edad adulta y la otra muy joven. Quizá se trate de los empleados encargados de accionar los interruptores, en un caso, y de estar pendiente de los sucesos del juego, en el otro. Quizá el más mayor sea José Ugarte. Nunca lo sabremos. Solo una inverosímil carambola podría desentrañar el misterio.

José Ugarte parece no haber dejado otro rastro que esta patente nº 40844, en cuyos documentos firmó sin indicar cuál era su segundo apellido, puede que no le gustara o no lo considerase necesario.  En internet, personas que se llamen José Ugarte hay infinitas, como se puede suponer, y buscarlas que hayan vivido en Logroño en torno al año 1907 resulta tarea tan ímproba que no merece la pena ni proponérsela uno.

Sin embargo, en el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial, aparece un tal José Ugarte Manresa, domiciliado en Barcelona, en los números 6 y 8 de la calle del Arco del Teatro, que muchos años después, en 1930, solicitó el rótulo nº 2293 para un establecimiento dedicado solamente a la expedición de café y cervezas, denominado Madame-Petit y donde, además, este señor Ugarte declaraba tener su residencia. La solicitud de este rótulo de establecimiento le fue denegada en 1932.

Con estos mimbres, se puede acotar mucho mejor la búsqueda en Google y el resultado es sorprendente, pero muy sorprendente. Se sabe que, por ejemplo, ese Madame-Petit que pasaba por ser un bar corriente y moliente fue una célebre y lujosa casa de lenocinio, de cuyos detalles el debido pudor nos excusa comentarlos en profundidad, pero bastaría con decir que fue la más famosa de la ciudad, parece que tuvo instalado el primer bidé de España y, efectivamente, estaba situada en la calle de los Arcos.

Abierto al menos a partir de 1889, aprovechando seguramente el tirón de viajeros y la circulación de dinero a consecuencia de la Exposición Universal de Barcelona del año anterior, el Madame-Petit tuvo sus épocas de mayor fama durante los periodos entre 1915-1920, coincidiendo con la Iª Guerra Mundial y los magros negocios llevados a cabo en Barcelona al amparo de la neutralidad española, y entre 1930-1936, cuando fue visitado y retratado por numerosos artistas y escritores extranjeros, hasta que la llegada de la Guerra Civil terminó convirtiéndolo en otro cochambroso burdel más de la zona (el barrio del Raval) y, a partir de 1956, en una pensión utilizada por las mesalinas para subir a sus clientes, derruida junto a todo su inmueble a finales de la década de 1990, siendo aún visible el solar que dejó.

Asimismo, se sabe que José Ugarte Manresa, responsable de esa época de esplendor del prostíbulo durante los años 30,  fue un industrial alicantino de buena familia que siempre estuvo vinculado al proxenetismo, como lo demuestra que en 1904 ya tuviera problemas con la justicia, junto con su esposa, por mor de un burdel que regentaba también en Barcelona, en la calle del Este. En cualquier caso, los indicios para asociar al José Ugarte de Logroño con el José Ugarte Manresa de Barcelona probablemente sean débiles, pero no ficticios. Sabemos que ambos estaban casados. Puede deducirse que la afición al billar puso a nuestro José Ugarte de Logroño en contacto frecuente con negocios de hostelería, algunos de los cuales quizá escondieran otras funciones que no merecían ser mostradas en lo que realmente eran. Tampoco es desdeñable suponer que entre los servicios que ofreciese el Madame-Petit estuvieran las mesas de billar para distracción de los clientes. Al fin y al cabo, las salas de billar siempre tuvieron connotaciones algo turbias, como lugares de encuentro de macarras, gánsteres y demás patulea.

Hasta aquí les hemos contado la historia de los dos José Ugarte que podían haber sido la misma persona. Ahora pensamos que es necesario explicar lo más sucintamente posible la historia de este juego, el billar puro y duro, cuyos orígenes se pierden en la niebla de los tiempos, por lo que no es necesario que nos vayamos tan atrás, sino hacer saber por el momento que la historia del billar está plagada de jugosas anécdotas y que, por muy mala que haya sido su fama, no conviene desconocerlas, al menos hasta los tiempos de nuestro José Ugarte, vecino de Logroño.

No andaba mal encaminado nuestro inventor cuando nos atestiguaba las porfías que el chapó generaba aquí y allá. Lo que sí, en cambio, podemos afirmar es que la tesis del amigo erudito de José Ugarte, vecino de Logroño, de ninguna manera ha sido acreditada a día de hoy. Realmente, el significado de la palabra “billar” ha estado envuelto en una polémica entre franceses e ingleses durante siglos, y todo para ver qué país conseguía la carambola a tres bandas, metía la bola negra en la tronera o cantaba el chapó en lo referente a ganarse el prestigio de ser los inventores de un juego que, ya en el siglo XVIII, era muy popular en los cafés de sus respectivas naciones.

Los franceses aseguraban que su palabra “billard” procedía de “bille”, que significa “bola”. Por su parte, los ingleses insistieron, aunque de manera poco creíble, en que su “billiard” se debía a un sastre llamado Bill que vivió en el Londres de 1560 y pasaba el rato golpeando tres bolas con su “yard”, es decir, con su vara de medir, de ahí que llamasen a aquel juego “Bill’s yard”.

En cualquier caso, la primera mesa de billar documentada data de 1469, realizada por el ebanista francés Henri de Vigne para la residencia del rey Luis IX en su fortaleza de la Bastilla, una mesa que pesaba 619 libras, entre 240 y 340 kilos, más o menos como las actuales. Durante los siglos XVI y XVII, el billar apasionó a la aristocracia francesa y británica. Por ejemplo, el cadáver de la reina escocesa María Estuardo, decapitada en 1587, fue cubierto por el verdugo con la tela de su mesa de billar favorita que le fue sustraída durante su cautiverio. Durante los reinados de Luis XIII y Luis XIV, monarcas que fueron muy aficionados, se sustituyeron las bolas hechas en madera y arcilla por las de marfil y ellos mismos contribuyeron a popularizar el juego entre los nobles, pero también autorizaron a que lo utilizasen los plebeyos, llegando incluso a ser requisito indispensable para convertirse en mosquetero de sus majestades. De aquella época, datan los primeros tratados teóricos, publicados en París (1588 y 1728), La Haya (1696) y Londres (1725).

No obstante, aquel billar no era como el nuestro. Se jugaba siempre en equipos y con dos bolas, hasta que en 1775 los franceses introdujeron una tercera, denominada “carom”, de donde procede “carambola”. Los participantes no golpeaban con el taco, sino que, mediante una arandela situada en la punta, lo mantenían en contacto con la bola para desplazarla hacia un agujero (como en el del golf) o un aro (como los de críquet) situados en el centro de la mesa. El golpeo se introdujo a partir de 1670 (a la vez que las bandas amortiguadoras) y las troneras laterales no se hicieron corrientes hasta la década de 1770. 

En el siglo XVIII, el billar había alcanzado una gran difusión. Por ejemplo, en el París de 1790 había 900 salas especializadas, frente a las 120 o 150 mesas de billar constatadas hacia 1630. A finales de siglo, se jugaba ya con un taco biselado en punta y agarrado desde el extremo grueso para obtener un tiro más preciso. 

El militar francés François Mingaud (1771-1847) fue el gran revolucionario del billar. Hacia 1807, introdujo en la punta del taco una pieza de cuero negro con la que se podía hacer un gran número de efectos, entre ellos el retroceso, que en sus demostraciones públicas lo atribuía al demonio para encandilar al público. Al fin y al cabo, Mingaud llevó a cabo su innovación y la práctica de ese movimiento, que permite a la bola retroceder hacia el jugador después de haber chocado con otra, en un sitio como la cárcel, donde tuvo acceso al juego y se encontraba bajo la acusación de peligroso aventurero y conspirador anti bonapartista. Asimismo se le atribuye a Mingaud el “massé”, otro espectacular ataque, en el que la bola se desplaza con una pronunciada curvatura al ser golpeada por el taco desde una posición elevada (en un ángulo entre 55º y 80º). Otra innovación debida a Mingaud fue la tiza de “blanco de España” con la que se recubre la punta del taco para evitar su resbalado en el momento del impacto con la bola y que constituyó, quizá, la mayor aportación española al mundo del billar hasta el momento.

En nuestro país, el juego se popularizó durante el siglo XIX y es responsable del término “pelota” a la hora de designar a la persona aduladora y que hace la rosca. Parecer ser que se decía de los cortesanos con los que jugaba Fernando VII, otro monarca aficionado al billar, quienes no tenían otra misión en las partidas que hacer tiradas para que el rey tuviera fácil la carambola o el meter la bola en el agujero.

Durante el siglo XIX, el billar alcanzó su madurez, al producirse su aceptación general por la sociedad, su transformación como evento deportivo y el asentamiento de sus principales modalidades, la francesa y la americana. El juego se convirtió en un hábito de la vida diaria de los burgueses y de las clases medias. Se practicaba después de comer, en una sala específicamente diseñada para ello, ya fuese en residencias privadas o en locales públicos, y servía como escenario de representación social.

En 1827, se celebró en Londres el primer campeonato oficial (ganado por el inglés John Carr), mientras que la primera competición mundial tuvo lugar en 1873 (con victoria del francés Albert Garnier). En 1835, se incorporaron las pizarras de tanteo, mientras que las bandas de goma vulcanizada fueron patentadas en 1845 por el inglés John Thurston (1777-1850), el principal constructor de mesas de billar en el Reino Unido. En 1840, había salas que, como el Palais Royal de París, tenían cuarenta mesas ocupadas día y noche. En 1850, se sentaron las bases del billar francés (el de hacer carambolas con tres bolas lisas y de mesa sin troneras) y años después, en 1878, las del “pool” o billar americano (de quince bolas y con seis troneras en los costados y las esquinas de la mesa). 

La primera patente española referida al billar fue el privilegio de invención nº 432, concedido en 1849 a Francisco Amorós (1811-1879), un ebanista y maestro carpintero de Barcelona, especializado en la construcción de billares y proveedor de la Casa Real, autor asimismo de un manual para los aficionados de dicho juego (1866).

Su invento consistía en unas tablas de billar metálicas de resorte cónico y muelle de péndola (empleado en relojería) con las que sustituir la goma elástica de las bandas. La invención quedó acreditada por el escribano Antonio Molló, absolutamente lego en asuntos billaristas, por lo que se hizo acompañar del ebanista José Estaper para que actuase de perito. Los dos se presentaron en el Café de la Esperanza, del barrio de Gracia en Barcelona, donde su dueña confirmó que Amorós era el constructor de las dos mesas de billar que se encontraban en una sala de su local, peritadas al instante por Estaper como perfectamente en uso y fabricadas con bandas metálicas y elásticas, tal y como debía ser.
Aquel café no era el único comercio que había adoptado estas mesas de billar inventadas por Amorós. En realidad, habían sido adquiridas por otros 36 clientes, entre particulares, cafés y casinos, principalmente en Barcelona y su provincia, pero también en otras poblaciones como Madrid, Cádiz, Valencia, Cartagena, Zaragoza, Sanlúcar de Barrameda, Vigo, Teruel, Gerona y Cervera. Incluso, había uno de estos billares instalado en el palacio del gobernador civil de Barcelona.

Posteriormente, entre 1853 y 1861, Francisco Amorós solicitó otros tres privilegios de invención, todos en relación al billar. Su segunda patente (privilegio nº 1064) protegía un sistema de tablas para mesas de billar, formado por una estructura mullida de tubos de goma elástica y gutapercha, precisamente lo que el privilegio de 1849 pretendía sustituir. Quizá las bandas metálicas no fueran una invención muy convincente y Amorós tuvo que recurrir a la tecnología que ya estaba imponiéndose en Europa desde que la inventara John Thurston.

Los demás inventos de este ebanista fueron un nuevo sistema de tableros para mesas de billar (privilegio nº 2022), de 1860, y un mueble que combinaba un mesa de billar con un piano y un armonio. Lamentablemente, la documentación de los cuatro privilegios carece de memorias descriptivas y de planos, por lo que resulta imposible saber qué forma tenía ese sofisticado mueble que combinaba billar y música o si los tableros se referían a la superficie de la mesa o a las bandas. No obstante, nos han llegado tres hermosos artículos que él mismo manufacturó (no antes de 1851) y que se encuentran en el Museo Nacional del Romanticismo en Madrid: una mesa de billar francés, un taquero y un ábaco para computar los tantos.

Este Francisco Amorós seguramente tenga que ver con Viuda e hijas de Alejo Amorós, una empresa de Barcelona que se anunciaba a principios del siglo XX como gran fábrica de mesas de billar, única en su clase en Europa y fundada en 1833, que hacía gala tener el privilegio de llevar el escudo de armas de la Casa Real y de producir el modelo “Amorós” de banda de goma elástica americana y gran precisión, además de mesas con bandas metálicas y todo un surtido de otros artículos para billar (bolas, tacos, paños o punteros).

Autor y editor: Luis Fernando Blázquez Morales

Última edición: enero de 2018

BIBLIOGRAFÍA

IMÁGENES:
OEPM: patente nº 40844 y rótulo nº 2293
Museu Olímpic i de l’esport: juego del chapó; en: http://www.museuolimpicbcn.cat/esp/noticies_det.asp?noticies_det.asp?id_bloc=2&id_sort=40&id_noticies=741
Biblioteca Nacional de España: plano de una mesa de billar construida por Francisco Amorós y presente en su Manual para los aficionados al juego de billar (Gómez Inglada, Barcelona, 1866); en: http://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/bdh0000082976
Museo Nacional del Romanticismo: muebles de Francisco Amorós:
- Mesa de billar: http://ceres.mcu.es/pages/Viewer?accion=4&AMuseo=MNR&Museo=MNR&Ninv=CE3412
- Taquero: http://ceres.mcu.es/pages/Viewer?accion=4&AMuseo=MNR&Museo=MNR&Ninv=CE3413
- Ábaco: http://ceres.mcu.es/pages/Viewer?accion=4&AMuseo=MNR&Museo=MNR&Ninv=CE3414
https://en.wikipedia.org/wiki/File:Billiards-q75-1426x1200.jpg (juego del billar en 1710)
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Studenten_Billard.JPG (estudiantes alemanes de Tübingen jugando al billar a principios del siglo XIX)
https://en.wikipedia.org/wiki/File:Early-1880s-billiards-ladies-JMBB.jpg (cartel publicitario de un fabricante estadounidense de billares, principios de la década de 1880)
http://bibliotecavirtualmadrid.org/bvmadrid_publicacion/i18n/catalogo_imagenes/imagen.cmd?path=1027019&posicion=58 (publicidad de Viuda e hijas de Alejo Amorós)
http://www.eszaragoza.eu/2017/10/billares-martrello-en-la-zaragoza-del.html (publicidad de Mariano Trallero Laborda, fabricante de billares de Zaragoza, cuya patente nº 160080 fue concedida en 1944)